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La agilidad es una forma de pensar

La agilidad es una cultura de trabajo orientada a la experimentación con objeto de innovar para aportar valor.

“La agilidad es un estado mental” es una de las frases que se repite con frecuencia en aquellas organizaciones que empiezan a trabajar en un marco “agile”. Los que utilizan esta expresión pretenden transmitir que se trata de un cambio de enfoque en la planificación y ejecución de los proyectos, una mentalidad abierta a la experimentación continua y una persistencia infatigable en el desarrollo de nuevos productos.

 

Debemos admitir que se trata de una frase ocurrente que pone el foco sobre las personas y reduce la importancia de todos aquellos aspectos más relacionados con la metodología. Sin embargo, solo podemos aceptar esta afirmación en parte. No es solo la mentalidad individual lo que debe cambiar en una organización para que ésta se convierta en una empresa ágil.

 

Agile, al igual que Lean, es una cultura y su despliegue debe tratarse como tal si esperamos que todo el mundo comparta sus valores. La mentalidad de las personas solo cambiará cuando la organización acepte los nuevos valores, creencias y paradigmas de trabajo.

 

Sin una transformación radical de los paradigmas de la organización, “agile is a mindset” solo es una frase afortunada estampada en la camiseta de algún colaborador que, a pesar de considerarse un “agilista” de pura sangre, en muchas ocasiones reacciona con perplejidad y desesperación ante la primera contrariedad a la que se enfrenta o cuando, por ejemplo, se agota el café en la máquina de la oficina.

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Nuevos modelos para la era de las disrupciones

A lo largo de la historia reciente se han producido una serie de cambios en la mayoría de sociedades occidentales de tal magnitud que podríamos atrevernos a calificar de grandes disrupciones. Hasta el siglo XVIII la economía dependía básicamente de la agricultura. La mayoría de empresas de la época disponían de procesos artesanales y, a lo sumo, se organizaban en asociaciones gremiales.

 

En el siglo XIX la revolución industrial fue un cambio disruptivo que afectó los paradigmas más elementales de la sociedad. En el ámbito demográfico, el desplazamiento masivo de personas desde el campo hacia las ciudades industriales culminó con una nueva distribución de clases y con la aparición del proletariado. Desde un punto de vista tecnológico, se industrializaron procesos que hasta el momento se habían llevado a cabo de manera artesanal. A finales de siglo, Frederick W. Taylor redactó las premisas de la organización científica del trabajo, un nuevo sistema destinado a optimizar la producción en las fábricas de acero. Las teorías de Taylor explicaban que, para utilizar los recursos de manera eficiente, era necesario asignar a cada empleado un grupo reducido de tareas en las que fuera eficiente. A nivel práctico, un concepto tan abstracto como es la especialización de las personas era esencial para estructurar el funcionamiento de toda la empresa: desde las tareas que debía realizar cada empleado o las dependencias jerárquicas entre funciones hasta el diseño de las estructuras departamentales y los objetivos que debía conseguir cada una de las áreas de la empresa. Un diseño organizativo bajo estos cánones parecía tan racional, ordenado y eficiente que el modelo de Taylor tuvo una gran aceptación en el mundo empresarial, sustituyendo rápidamente los modelos propios de la época, más anárquicos y artesanales.

 

Podemos afirmar sin miedo a exagerar que el pasado siglo XX fue la época dorada de la organización científica. Un período de gran crecimiento que nos ha permitido alcanzar cotas de productividad nunca vistas hasta la fecha. El acceso a la formación, la automatización progresiva de procesos repetitivos y la globalización, todo ello unido a una gran disponibilidad de fondos ha contribuido a esta época de gran abundancia.

 

Durante este periodo, el orden (o la búsqueda del orden) ha sido una constante. Desde los organigramas de las empresas claramente definidos y jerarquizados hasta la descripción de funciones asignadas a cada puesto de trabajo, todos son ejemplos de una organización rígida y perfectamente diseñada para alcanzar un objetivo predefinido.

Liderazgo del siglo XXI

La organización científica del trabajo no se limitaba a definir cómo debe ser una empresa, sino que también establecía las competencias y habilidades necesarias para progresar profesionalmente en este sistema de trabajo. A lo largo del siglo XX, las posiciones de liderazgo quedaban restringidas a unos perfiles determinados: en líneas generales el pensamiento dominante era racional, reduccionista y profundamente analítico. En resumidas cuentas, el profesional que deseaba progresar debía ser hábil en la gestión de la información y en el análisis de los datos.

 

Todas estas habilidades eran de gran utilidad en un mundo lineal y previsible. No obstante, en el siglo XXI el mundo se mueve hacia un marco diferente. En este nuevo entorno dominado por la incertidumbre, el pensamiento analítico, una buena formación o incluso haber cursado un máster, ya no son suficientes.

 

El talento tal y como lo conocíamos hasta la fecha ha cambiado. Las capacidades analíticas son necesarias, pero no suficientes. En un mundo dominado por el cambio, todas estas habilidades están al alcance tanto de las organizaciones como de los usuarios individuales a muy bajo coste.

 

En este nuevo entorno cambiante e incierto, el líder solo aporta valor cuando es capaz de compartir un propósito claro, una referencia a la que debe apuntar todo su equipo. Al mismo tiempo, este líder del siglo XXI debe acompañar a todo su equipo a lo largo del trayecto hasta alcanzar el objetivo. En otras palabras: no se trata de descifrar la fórmula mágica capaz de disolver la neblina que nos rodea. Esta fórmula no existe. Simplemente se trata de encontrar a quien sabe guiar a sus equipos a través de esta niebla.

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